THIS IS MY KINGDOM COME.

20 de marzo de 2010

*La historia empieza así*

Llegué a esa extraña casa de color gris. Me recibió una sirvienta, fría y sin expresión alguna en la cara.
- Pase. Pero, como ya sabe, en nuestra casa están prohibidos los sentimientos. Por lo que deberá dejarlos ahí. -dijo señalando un viejo paragüero.

Me acerqué con miedo hacia aquella figura de madera envejecida. Mientras me acercaba, un olor a desinfectante me hizo pararme en seco. ¿Como serían los sentimientos que habría dentro de esa paragüero?
Di un último paso y me coloqué frente a él. Gire lentamente la cabeza hacia abajo, el olor a desinfectante empezaba a marearme. Dentro vi sonrisas y ojos, o lo que quedaba de ellos.
Las sonrisas estaban gastadas, seguro que de haber rozado los labios de una habría sentido el frío más absoluto recorrer todo mi cuerpo. Los labios de todas estas bocas estaban resquebrajados, tenían grietas por todas partes, como si al tocaras se fueran a deshacer entre mis manos.
Los ojos eran extraños. ¿Qué clase de sentimiento podrían transmitir unos ojos arrancados? Quizás sus antiguos propietarios preferirían no ver lo que les rodeaba. Quizás preferirían no ver sufrimiento o amargura. Había algo que me llamaba especialmente la atención: la mayoría de ellos no tenían pupilas. Sólo tenían el iris. Cada ojo presentaba el iris de un color diferente, pero todos ellos estaban completamente apagados, ya no tenían la alguna. ¿Cuanto tiempo llevarían allí?
- ¿A qué espera, Señor? Arránquese de una vez los ojos y la boca y deposítelo junto a los demás.

No sé porqué, pero hice caso a aquella mujer. Dejé cuidadosamente en una esquina del paragüero mis ojos y mis labios. Seguramente, en ese momento, se despedirían de mi con unas lágrimas y una mueca de tristeza.
Al mismo tiempo, la sirvienta cerró la puerta y me cogió de un brazo, llevándome hasta lo más profundo de la casa.
- Jamás se le ocurra buscar lo que acaba de perder. -me susurró a la vez que me tiraba contra una cama.

Se apresuró en quitarme la camisa y besarme. Sus labios excitaban cada milímetro de mi piel. ¿Cómo puede ser esto posible? Ni siquiera sentía atracción alguna por aquella señora cuando la vi en la entrada.
La mujer era rápida, y al poco tiempo me encontré desnudo sobre el cálido colchón. Cuando acabó se llevó mi ropa, pero no me hacía falta, el colchón era lo suficientemente cálido para que no pasase frío.

Pasó mucho tiempo, y ella no dejaba de venir a mi habitación constantemente. Supongo que sonreiría si tuviese boca. Jamás pensé que deshacerme de unos sentimientos inútiles que me hacían ver una realidad asquerosa se podrían cambiar por algo como esto. Pero no todo iba bien.
A los días, aquella mujer dejó repentinamente de venir a verme. Sentí un vacío dentro de mi. La angustia me corroía. Sin poder gritar, sin poder ver donde estaba metido.
El frío asedió la cama, subió por las patas y llegó al colchón, congelándolo. ¡No puedo vivir más así!
Empecé a ponerme malo, tenía fiebre y la cabeza me daba vueltas. ¡Necesitaba medicinas! ¿Pero... cómo encontrarlas sin ojos, y tomarlas sin boca?
Me puse en pie y muerto de frío palpé la pared hasta encontrar lo que parecía la puerta. La abrí y corrí por lo que creí que sería un pasillo. Anduve horas perdido, el dolor de cabeza me hacía parar constantemente. ¿Dónde se había metido aquella mujer?
Mientras corría por la mansión, pasaba por al lado de otras habitaciones y oían muelles chirriar. No era el único invitado.
Entonces llegó a mi nariz ese olor a desinfectante que había sentido semana o años atrás. Fui siguiéndolo hasta que supuse llegar a la entrada donde me despojé de los sentimientos.
Revisé todas las esquinas de la entrada hasta que lo encontré, el paragüero.
Metí la mano sin pensármelo dos veces. Rebusqué entre aquella masa viscosa de bocas y ojos, deseando no romper los míos. Entonces, al tocar unos ojos sentí una tremenda sensación de alivio. Tiré de ellos y procedí a recolocármelos. Encontrar mi boca fue fácil cuando podía ver.
Al colocármela sentí algo en lo que jamás me había parado a pensar. Jamás pensé en la suerte que tenía de poder besar a alguien y saber quién era. Al instante una nube de sentimientos se apoderó de mi mente y expulsó la fiebre. Volvía a ser "yo". Comprendí al momento porqué olían a desinfectante. Los sentimientos saben siempre cómo curar nuestras heridas, aunque muchas veces nos las hagan ellos.

Me sorprendí a mí mismo al salir de la casa sin dedicarme antes a repartir a los demás sus respectivos ojos y bocas. "Esta es una lucha en la que todos debemos saber como ganar" me dije.
Cogí la bici en la que había venido a la casa mucho tiempo atrás y sonreí de una manera que no lo había hecho jamás, mis ojos acompañaron con lágrimas este momento de felicidad.