Un niño pequeño andaba por la calle acompañado de sus padres.
Daban un tranquilo paseo entre casas cercanas a la playa. Hacía una brisa suave que acariciaba el rostro del niño.
El aire se tornó cálido. El chico inclinó la cabeza hacia la izquierda y se paró.
La puerta de una casa estaba abierta. El calor venía de dentro, de una chimenea que había encendida.
Dos parejas de ancianos estaban sentados en dos sofás. Cada pareja en uno.
Estaban mirándose, no hablaban. Simplemente se miraban.
El padre del pequeño le agarró de la mano y siguió andando.
-
Ya lo tienen todo hablado -dijo.-
No les queda nada que contarse.
El niño siguió andando, aferrado a la mano de su padre. Pero sus ojos se quedaron mirando aquella puerta abierta.
El pequeño recordará para toda la vida lo que aquella escena supuso para él. Se quedo tan nítidamente grabada en su cabeza, que dirigió su vida hasta el final de sus días.
No entendía, no lo entendía. ¿Por qué la gente llora así? Lloran de inmensa tristeza.
El joven se alegraba de no llorar, aquellas tonterías no merecían la pena comparado con lo que sus ojos infantiles habían llegado a ver.
Una historia triste o una película con final feliz no son motivos suficientes para llorar de tristeza o alegría.
¿Qué puedo hacer por ellos? ¡No puedo hacer nada para que dejen de llorar!
En su mente estaban grabadas más situaciones de tristeza...
Un poco más mayor pasó por una gran avenida. Era de noche y no había nadie por la calle.
De pronto, un infernal sonido rompió el silencio de la noche. Un sonido tan brutal y estremecedor que paró el viento.
Apoyada sobre un muro, una mujer de veintitantos años lloraba desconsoladamente. Era un llanto tan triste... Su cara estaba llena de lágrimas, no había un lugar en su cara donde no hubieran llegado esas malditas gotas. Con su mano sostenía un teléfono móvil.
El joven supuso que le habrían comunicado la muerte de alguien cercano a ella o habría sido una ruptura sentimental de un cobarde sin escrúpulos.
¡Lo siento, de verdad, lo siento! No puedo hacer nada... ¡nada! Cuánto me gustaría saber cómo ayudar a los demás... pero no se tratar con estas situaciones...
Nuestro protagonista era joven aún para comprender las tristezas que este mundo depara. Pasó y pasó el tiempo, y a cada año que pasaba, aquel joven iba derramando una lágrima más.
Finalmente, acabó llorando.
Jamás lloró por un final triste o feliz, no lo veía justo. Jamás lloró por una muerte de una persona mayor, puesto que son inevitables, por mucho amor que tengas hacia esa persona. Jamás derramó una lágrima por algo que no fuese real.
Cada año que pasaba, aquel joven con alma de pequeño fue viendo más y más desgracias, fue sumiendo su corazón en un mundo podrido, en un mundo sin felicidad.
Es triste, pero para sobrevivir el ser humano se adapta al medio. Es triste que ese niño tuviese que APRENDER a ser feliz para seguir adelante, es muy triste.
Aquel niño de corazón triste se convirtió en un adulto de corazón triste y coraza feliz. Una coraza capaz de brillar y emitir luz propia, una luz que, como todas las demás, emite sombras al chocar con ciertos objetos o situaciones.
Luchó por vivir mil aventuras, por hacer su propio mundo de fantasía. Decidió darle un toque de locura a cada resquicio de su vida, decidió no perder ni un segundo de su vida para que, cuando sea mayor, pudiese contar millones de historias. Contándolas una vez tras otra de formas tan diferentes que nadie pudiera reconocerlas. Sin embargo, la historia era la misma, y podía ser contada de mil maneras distintas, que todas tendrían el mismo comienzo y final.
También es extraño ver como, en un determinado momento, aquel joven acabó odiando las tecnologías. Comprobó que los momentos felices son los que se pasan en compañía y que, los tristes, siempre son los que vienen por medio de distintos medios tecnológicos.