Y ante mí se imponía la enorme estación. Los asientos estaban escondidos en la penumbra y, a lo lejos, se podía escuchar el chirriar óxido de alguna puerta.
En lugares así es fácil perder la noción del tiempo, y estar desorientado en extensas salas vacías durante horas.
El asombroso reloj guiaba las horas a su antojo, girando las manecillas como veía adecuado al momento, retrocediendo o avanzando.
Salas de sobra, puertas en falta. Recuerdo la salida como algo que nunca estuvo ahí. Aparece y desaparece, y otra vez a empezar.
A veces, yo mismo me sorprendo buscando una sombra de pasos ligeros de la que huir. Al menos, eso me quitaría gran parte de la soledad.
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